El ruido del éxito

Cuando perseguir tus sueños te deja sin tiempo para vivirlos

Me desperté otra vez en el filo de mi propia cama, abrazado al insomnio como si fuera un amante tóxico. Afuera, la ciudad pulsaba con su eterno zumbido: claxon, sirenas, taladros rompiendo el concreto. Nueva York nunca duerme, y últimamente, yo tampoco. Había pasado semanas corriendo tras un sueño que ahora se sentía como una pesadilla disfrazada: éxito. Esa palabra que venden como un manjar y que te deja el sabor metálico del agotamiento.

“Lo estás logrando”, me decían. Pero en realidad, lo único que estaba logrando era desdibujarme entre agendas apretadas, correos sin respuesta y noches de Uber Eats frente a la pantalla. En algún momento de esta carrera por el “más y mejor”, me pregunté: ¿cuándo dejamos de vivir para empezar a trabajar sin descanso?

La glorificación del “hustle”: una religión moderna

Si hay algo que aprendí en esta jungla de concreto, es que el hustle culture es el nuevo opio de las masas. Trabaja más, duerme menos, siempre disponible. Si no estás ocupado, estás desperdiciando tu tiempo. Es como si la vida se hubiera convertido en una aplicación donde el éxito se mide en métricas vacías: reuniones, contratos, seguidores en Instagram.

Hay un placer perverso en decir “no tengo tiempo”. Es una declaración de estatus, un medallón invisible que prueba tu compromiso con la máquina capitalista. ¿Cuántas veces has escuchado a alguien presumir cuán ocupado está? ¿Y cuántas veces has sentido que deberías estar igual de colapsado para validar tu existencia?

Lo curioso es que esta cultura tiene su nicho en ciudades como esta, donde el alquiler cuesta más que la dignidad. Aquí, “éxito” significa sobrevivir al costo de tu salud mental y física. Según un artículo del New York Times, más del 75% de los trabajadores estadounidenses reportan síntomas de estrés relacionado con el trabajo. Es un dato que podría parecer un cliché, pero cuando te descubres despertando a las 3 a.m. pensando en un deadline, deja de serlo.

Yo también me enamoré de esta narrativa. Al principio, el “hustle” era sexy. Me gustaba la adrenalina de los días llenos, las madrugadas productivas, esa sensación de que el futuro dependía de cada segundo. Pero con el tiempo, esa pasión se volvió adicción, y la adicción, desgaste. Cuando trabajar es lo único que haces, el éxito deja de sentirse como una conquista y empieza a parecer una condena.

Ambición vs. agotamiento: ¿dónde trazamos la línea?

Una noche, después de un día eterno en la oficina, salí a caminar por la ciudad. Crucé Times Square, donde las luces de los anuncios son tan brillantes que casi tapan el cielo. Pensé en todas esas frases motivacionales que me habían impulsado hasta aquí: No pain, no gain. Hard work beats talent. You snooze, you lose. Me di cuenta de que nunca se habla del costo real de esta mentalidad. Nadie te advierte que perseguir el éxito a toda costa puede costarte todo lo demás.

La ambición es como un cuchillo: puede cortar lo que te estorba o herirte de muerte. Yo había cruzado esa línea invisible. Tenía éxito profesional, pero estaba agotado emocionalmente. Mi círculo social se redujo a colegas, mis relaciones personales eran superficiales, y mis pasiones fuera del trabajo… bueno, ¿qué pasiones? Cuando todo lo que haces es trabajar, todo lo demás se convierte en ruido de fondo.

Un estudio de la American Psychological Association muestra que el agotamiento laboral afecta al 77% de los trabajadores en Estados Unidos, lo que provoca desde insomnio hasta depresión y problemas cardiovasculares. Y no es solo un problema individual; es un síntoma de un sistema diseñado para exprimirte hasta la última gota. Pero, ¿cómo cambias cuando el mundo entero parece estar corriendo en la misma dirección?

En mi caso, fue un colapso silencioso. Una tarde de enero, con el frío de Manhattan clavándome agujas en la cara, me encontré llorando en un Starbucks porque el barista olvidó agregarle leche de almendra a mi latte. No era el café; era el peso acumulado de años de ignorar mi cuerpo, mi mente y mi necesidad de detenerme. Había estado corriendo tanto que me olvidé de por qué empecé.

Redescubriendo el equilibrio en un mundo que nunca para

Cambiar no fue fácil. Empecé con algo simple: apagar el teléfono por las noches. Lo que parecía un pequeño gesto resultó ser una revolución. Descubrí que mi ansiedad disminuía cuando dejaba de revisar correos a las 2 de la mañana. Más tarde, aprendí a decir “no”. No a proyectos innecesarios, no a reuniones inútiles, no a las expectativas que no eran mías. Decir “no” fue mi primer acto de rebeldía contra la máquina.

También me forcé a recuperar pequeños rituales. Volví a leer novelas, algo que no hacía desde la universidad. Me inscribí en una clase de yoga (sí, yo también pensé que era una moda absurda, hasta que descubrí que respirar profundamente puede ser un salvavidas). Empecé a escribir de nuevo, no por trabajo, sino por el placer de escuchar mi propia voz en el papel.

El equilibrio, me di cuenta, no es un destino; es un proceso constante de ajuste. En una ciudad como Nueva York, donde el ruido nunca cesa, encontrar calma es un acto revolucionario. No se trata de rechazar la ambición, sino de aprender a convivir con ella sin dejar que te devore.

Por supuesto, esto no significa que ahora viva en un estado zen perfecto. Todavía hay días en los que me ahogo en mi agenda, todavía hay noches de insomnio. Pero la diferencia es que ahora reconozco esos momentos como lo que son: señales de que necesito parar, respirar y recalibrar.

El precio de la pausa en una cultura acelerada

Decidir frenar tiene sus costos. En un mundo que premia la productividad constante, optar por la pausa puede sentirse como un fracaso. Te juzgan por ser “menos ambicioso” o “poco comprometido”, aunque, irónicamente, el verdadero compromiso está en cuidarte lo suficiente para no quemarte en el proceso.

A veces me pregunto cómo será el futuro. ¿Seguiremos glorificando el trabajo hasta el punto de rompernos, o aprenderemos a valorar lo que realmente importa? Quizás el cambio no venga de una gran revolución, sino de pequeñas decisiones individuales: apagar el teléfono, salir a caminar, aprender a decir “basta”.

Hoy, cuando camino por mi barrio en Brooklyn, trato de desconectar mis pensamientos del “debería” y enfocarme en el “quiero”. Quiero más tiempo para perderme en libros y conversaciones largas que no sean sobre trabajo. Quiero vivir en lugar de simplemente existir.

El ruido del éxito todavía está ahí, pero he aprendido a bajar el volumen. No se trata de huir de tus sueños, sino de recordar que el camino hacia ellos también es parte de la vida.

Porque al final del día, el verdadero éxito no es cuánto logras, sino cómo vives mientras lo haces.


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La frase anterior me quedó rondando la cabeza: “el verdadero éxito no es cuánto logras, sino cómo vives mientras lo haces”. La había leído en algún libro olvidado en mis veintes, pero nunca antes tuvo tanto sentido. Quizá porque la ambición, como el éxito, tiene etapas. En los primeros años, solo quieres “llegar”. Llegar al mejor trabajo, al ascenso, al reconocimiento. Pero cuando estás allí, te das cuenta de que el paisaje no se ve como esperabas. ¿Qué haces cuando llegar no es suficiente?

La respuesta no es sencilla, porque nuestra cultura no está diseñada para enseñárnosla. Nos preparan para ganar, pero no para sostenernos, para quedarnos y, mucho menos, para disfrutar. Es como si la sociedad nos diera un auto deportivo sin enseñarnos a conducir.

El impacto silencioso: relaciones y conexiones humanas

Una de las cosas que más se resienten cuando vives atrapado en el hustle es la calidad de tus relaciones. Y no hablo solo de pareja, amigos o familia; hablo de las relaciones en general, incluso las que mantienes contigo mismo. Yo era el tipo de persona que respondía con monosílabos en las llamadas de mi madre: “Sí, estoy bien”. “No, no puedo ir este fin de semana”. “Luego hablamos”. Lo que nunca decía era lo que realmente quería decir: “Estoy agotado, necesito ayuda”.

Con mis amigos, las cosas no eran mejores. Todo se redujo a “catch ups” rápidos en cafés, conversaciones entrecortadas porque yo tenía que volver a trabajar o, peor aún, porque estaba revisando el teléfono mientras hablábamos. Fue como vivir en modo avión emocional. Estaba ahí físicamente, pero mi mente siempre estaba en la próxima meta, el próximo correo, el próximo proyecto. Es irónico: trabajamos para tener una mejor vida, pero sacrificamos lo que hace que la vida valga la pena.

Empezar a reconectar fue un desafío. No es fácil admitir que te desconectaste, y mucho menos reconstruir esos lazos. Pero la pausa que me forcé a tomar también abrió espacio para la vulnerabilidad. Por primera vez en años, llamé a mi madre solo para contarle que extrañaba los días en que podía sentarme a comer con ella sin mirar el reloj. No sabía lo mucho que necesitaba esa conexión hasta que la recuperé.

Cambiar el juego: redefinir qué significa “éxito”

El mayor acto de rebelión en un mundo obsesionado con el logro es redefinir lo que significa tener éxito. Para mí, esa redefinición comenzó con una pregunta simple pero brutal: ¿qué quiero realmente?. La respuesta no apareció de inmediato, porque durante años me había condicionado a querer lo que otros consideraban importante: dinero, estatus, validación externa. Pero en el fondo, lo que anhelaba era mucho más básico y, paradójicamente, más difícil de alcanzar: paz.

Paz para tomarme un café sin revisar correos, para decir “no” sin culpa, para detenerme y mirar alrededor, porque, ¿qué sentido tiene llegar a la cima si no recuerdas cómo fue el camino?

Redefinir el éxito también significó replantear mi relación con el trabajo. Aprendí que el trabajo es una parte de la vida, no la vida en sí misma. Empecé a poner límites claros, a delegar tareas, a dejar de romantizar el sacrificio como sinónimo de profesionalismo. Por primera vez, me di permiso de ser imperfecto, de aceptar que está bien querer más, pero no a cualquier precio.

Y lo mejor de todo es que esa paz me hizo más creativo, más eficiente y más humano. El éxito que había perseguido durante tanto tiempo comenzó a sentirse real, porque ya no era una carga, sino algo que podía disfrutar.

¿Qué queda cuando apagas el ruido?

Hoy, mientras escribo estas líneas desde una cafetería en el Lower East Side, escucho el bullicio de la ciudad de fondo. La vida sigue girando a un ritmo frenético, y yo todavía tengo metas, todavía quiero más. Pero he aprendido a escuchar los silencios entre el ruido, esos momentos en los que puedes respirar y sentirte vivo.

El hustle culture nos ha enseñado a movernos rápido, pero no a detenernos. Nos ha dado las herramientas para construir, pero no para disfrutar lo que construimos. Cambiar ese paradigma no es fácil ni inmediato, pero es posible. Se trata de pequeñas decisiones diarias: un “no” cuando todo en ti quiere decir “sí”, una caminata sin rumbo fijo, una conversación sin mirar la pantalla.

Porque al final, lo que realmente importa no es el ruido del éxito, sino lo que queda cuando lo apagas: tú, tus sueños, tus relaciones, tu vida. Y eso, querido lector, es el tipo de éxito que vale la pena perseguir.

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