Vivimos rápido, morimos confundidos
Todo empezó con una hamburguesa.
No con una historia de amor, ni con una tragedia griega, ni con un momento de iluminación mientras miraba un atardecer desde Brooklyn. No. Fue una hamburguesa doble, empapada en grasa, envuelta en papel encerado, consumida a las tres de la mañana, con resaca moral y emocional, frente a una pantalla que ya no podía distinguir si mostraba una serie o una vida.
Porque eso somos: la generación del Fast. Fast food, fast love, fast social, fast shopping. Queremos TODO y lo queremos YA. No porque lo necesitemos, sino porque no sabemos existir sin el ruido del “next”. El botón de siguiente, de deslizar, de actualizar. El algoritmo nos da lo que pedimos antes de que sepamos lo que queremos, y en el proceso nos roba lo único que importaba: el tiempo para sentir.
Yo fui parte activa del proceso. No un testigo, no un espectador, sino un arquitecto inconsciente de mi propia desconexión. Me metí de lleno en la maquinaria, y cuando traté de salir… ya no sabía cómo era estar quieto.
Fast food: hambre emocional con sabor artificial
Vivía solo cuando toqué fondo por primera vez. Estaba recién salido de una relación tan insípida como un wrap de pollo de gasolinera. Habíamos sido todo lo que Instagram aprueba: sonrientes, balanceados, veggie-friendly. Pero en la cama había silencio. En la mesa, más pantallas que conversación. Y cuando terminó, ni siquiera hubo drama. Solo un “bueno, supongo que esto ya no da más”, seguido de una entrega de poke bowls.
Ese día, caminé hasta un McDonald’s y pedí lo que nunca me había permitido: una Big Mac, una doble de queso, papas grandes y un McFlurry. Comí como si el colesterol fuera un antídoto para el desamor. Y en ese festín de culpa grasosa, entendí algo brutal: había reemplazado el afecto por azúcar y sodio.
La comida rápida no solo es barata y accesible. Es recompensa instantánea. Es la ilusión de cuidado en un mundo que no tiene tiempo para ver si desayunaste. Y lo más peligroso: es un refugio para los que no sabemos pedir ayuda.
Un estudio de Harvard destaca cómo el consumo excesivo de comida rápida está vinculado a la soledad crónica. ¿Cuántos de nosotros usamos Uber Eats como sustituto de la compañía humana? ¿Cuántos vemos el “Tu pedido está en camino” como un pequeño consuelo en medio del vacío?
No era solo yo. Era un síntoma de algo más grande. Un hambre emocional maquillada de indulgencia culinaria.
Fast love: sexo sin alma, vínculos sin pausa
Luego vino el sexo. No el bueno. El práctico. El de Tinder, Bumble, Feeld. El de “te veo en 20 minutos si traes condones”. El que se parece más a una transacción que a un encuentro. El amor, para nosotros, es una app. Un catálogo de cuerpos filtrados, con frases que fingen profundidad y emojis que reemplazan sentimientos.
Estuve con más personas de las que quiero contar, no por placer, sino por ansiedad, evasión y una necesidad desesperada de validación. Me hacía sentir vivo por un rato. Hasta que me iba. O se iban. O ambos fingíamos que no pasó nada.
Y el vacío volvía. Como la cuenta después de una noche cara en Manhattan: inevitable, brutal, y siempre más alta de lo que pensabas.
¿Qué clase de conexión podemos construir en un mundo donde “ghostear” es parte del protocolo?
La inmediatez mata el deseo. El amor necesita lentitud, duda, espera. Pero nosotros hemos creado un ecosistema donde lo lento se asocia con fracaso. Si no hay química en los primeros cinco minutos, next. Si no contesta en dos horas, unmatch. Si no te hace reír en la primera cita, archivado.
Hay algo profundamente cruel en cómo tratamos al otro como un contenido descartable. Y lo peor es que todos jugamos el juego. Por miedo, por ego, por no quedarnos solos en un mundo que solo nos valora si estamos deseables y conectados.
Fast social: conectados pero solos, rodeados pero aislados
Instagram me conoce mejor que mi madre. Sabe cuándo estoy deprimido, cuándo estoy caliente, cuándo necesito motivación. No es magia: es data mining, es IA, es estadística emocional. Pero igual le di mi alma, a cambio de likes que duran menos que un cigarro bajo la lluvia.
La amistad también es rápida ahora. Reaccionamos a historias como si eso bastara para “estar presentes”. Decimos “estoy para lo que necesites” y no levantamos el teléfono ni cuando sabemos que el otro está al borde del abismo. Porque, en el fondo, la conexión verdadera nos aterra. Es incómoda. Es lenta. Es impredecible.
Una vez me encontré llorando en el metro, sin saber por qué. Solo sabía que llevaba semanas sin mirar a los ojos a alguien por más de 10 segundos. Todo era pantallas. Todo era postureo. Todo era “nos vemos pronto” que nunca se concretaba.
La hiperconectividad nos ha dejado más solos que nunca. Lo confirma el informe Global Trends de la OMS: el aislamiento digital es una de las causas crecientes de ansiedad y depresión en menores de 35 años. Pero nadie quiere hablar de eso mientras tenga batería y WiFi.
Fast shopping: llenar el carrito para no mirar adentro
Una noche gasté $350 en ASOS. No necesitaba nada. Solo quería sentir que tenía control. Que podía comprar algo más que angustia. Pero al llegar los paquetes, la emoción murió al primer corte de etiqueta. Y quedó solo el plástico y el absurdo.
Consumimos para distraernos de la existencia. No por necesidad, sino por ansiedad. Por ese agujero negro emocional que se disfraza de urgencia. Amazon, Shein, Temu, eBay: el zapping del deseo. Compramos gadgets que prometen cambiar vidas que ni siquiera entendemos.
Según un estudio de la Universidad de Columbia el consumo impulsivo está vinculado al estrés urbano crónico. Lo sabemos. Pero igual apretamos “comprar ahora”.
El capitalismo digital no quiere que pienses, quiere que compres. Y en ese acto, nos sentimos menos solos. Por unos minutos.
También te interesaría
No eres especial: por qué aceptar tu normalidad te hará más feliz
Influencers y coaches: Los nuevos estafadores del éxito y la felicidad
Victimismo chic: El arte de llorar bonito en redes sociales
La generación que no sabe quedarse quieta
Hay un momento en que todo se apaga. El celular se queda sin batería. No llega el repartidor. Nadie contesta. No hay matches. El silencio ya no es poético, es inquietante. Y entonces, te das cuenta: hemos convertido la vida en una maratón sin meta.
Queremos amor sin compromiso, comida sin espera, amigos sin profundidad y ropa que llegue en menos de 24 horas. Y cada “compra ahora”, cada match, cada historia… nos aleja un poco más del único lujo real: estar presentes.
No todo lo que llega rápido, llega bien.
Tal vez es hora de desacelerar. De quedarnos en una conversación incómoda. De cocinar algo lento. De no contestar un mensaje inmediatamente. De mirar sin filtro. Porque si seguimos en este ritmo… cuando queramos frenar, tal vez ya no sepamos cómo.
Deja una respuesta