El fetichismo de la diversidad

La inclusión como marketing

Siempre he tenido una relación complicada con los escaparates. No hablo de los escaparates como simples vitrinas donde uno observa maniquíes inertes vestidos con la última moda. Hablo de esos escaparates metafóricos que las grandes marcas han convertido en vitrinas humanas. Diversidad, inclusión, representatividad: palabras que deberían sentirse como un abrazo cálido, pero que en las manos equivocadas se convierten en herramientas de manipulación. A veces, me pregunto si detrás de cada comercial con “gente diversa” hay alguien tachando casillas en un formulario de marketing.

Recuerdo la primera vez que esta idea me golpeó. Era junio, el Mes del Orgullo, y Nueva York se vestía con los colores del arcoíris. Las avenidas estaban llenas de banderas ondeando, escaparates pintados con mensajes de amor y aceptación, y anuncios que celebraban “el amor en todas sus formas”. Caminaba por el SoHo, con una mezcla de admiración y cinismo, cuando un cartel llamó mi atención: un grupo de modelos sonrientes de diferentes etnias, tallas y géneros se abrazaban bajo el lema: “Porque todos importan.” Algo en esa escena me dejó frío. No eran las personas; eran las intenciones.

La diversidad como producto: un escaparate moral

Al principio, me costó aceptar lo que sentía. ¿No era eso lo que queríamos? ¿No habíamos luchado años para que nuestras historias fueran contadas, nuestras caras fueran vistas, nuestros cuerpos celebrados? Pero mientras observaba esa imagen impecablemente curada, algo no encajaba. Me di cuenta de que no veía a personas reales; veía estrategias. Vi números, cuotas y campañas. Y de repente, entendí que ese anuncio no celebraba la diversidad; la mercantilizaba.

Las grandes corporaciones han convertido la inclusión en una moneda de cambio. Ya no se trata de abrir puertas a quienes fueron históricamente excluidos; ahora se trata de lucir inclusivos para vender más productos. No es casualidad que las campañas más “diversas” siempre aparezcan en momentos estratégicos: el Mes del Orgullo, el Día Internacional de la Mujer, el Mes de la Historia Negra. Cuando las banderas se guardan y las campañas terminan, ¿qué queda? Nada más que los números en una hoja de Excel, reflejando ventas impulsadas por nuestra necesidad de pertenencia.

He trabajado en marketing. Lo suficiente como para saber cómo funcionan estas cosas. La diversidad es la tendencia más rentable del momento. ¿Qué importa si realmente apoyas a una comunidad, mientras puedas usar sus rostros para decorar tus vallas publicitarias? Al final del día, los mismos ejecutivos que se felicitan por su “iniciativa inclusiva” probablemente no tengan ni un amigo queer o racializado en sus vidas.

¿Quién se beneficia realmente?

Hay un término que me obsesiona: tokenismo. Es esa práctica hipócrita de incluir a alguien de una minoría solo para dar la impresión de diversidad, sin darle un verdadero lugar en la mesa. Lo veo en todas partes: en películas, en series, en catálogos de moda. El tokenismo no solo es superficial; es dañino. Reduce a las personas a representaciones simbólicas de sus identidades. Nos convertimos en accesorios, en piezas de ajedrez que se mueven al ritmo de una narrativa corporativa.

Piensa en las campañas de moda. La modelo “curvy” siempre está perfectamente proporcionada. El hombre racializado luce exótico pero accesible. La persona trans es una versión higienizada de lo que el público mayoritario puede tolerar. ¿Dónde están las cicatrices, las arrugas, los dientes imperfectos? ¿Dónde está la realidad? Porque la verdad es que la inclusión que venden no es inclusión real. Es un espectáculo cuidadosamente diseñado para hacer que las marcas parezcan “progresistas” mientras perpetúan los mismos estándares de belleza y poder de siempre.

Mis conflictos internos: entre la representación y el rechazo

Como hombre latino viviendo en una ciudad que siempre se enorgullece de su diversidad, me encuentro atrapado en un tira y afloja emocional. Quiero celebrar cada paso hacia la inclusión, cada rostro que desafía los cánones impuestos. Pero al mismo tiempo, no puedo ignorar la sensación de que están siendo utilizados. Es como si sus luchas se hubieran convertido en eslóganes, sus identidades en herramientas de marketing.

Hubo un momento que me marcó profundamente. Una amiga mía, una mujer negra y activista, fue contratada como consultora para una campaña de una marca de lujo. Su trabajo era garantizar que la representación fuera auténtica, que la narrativa fuera más allá del tokenismo. Durante semanas, luchó contra un equipo creativo que solo quería caras bonitas y mensajes vacíos. Al final, renunció. “No me necesitan a mí”, me dijo, “solo necesitan mi rostro para justificar su mierda.”

Esa conversación me abrió los ojos. Me di cuenta de que muchas marcas no están interesadas en sus historias, en sus luchas, ni siquiera en sus alegrías. Solo quieren su imagen, su aprobación tácita para venderlos a ellos mismos.

El poder de reclamar nuestras narrativas

La pregunta, entonces, es: ¿qué hacemos con esto? ¿Cómo navegar en un mundo donde sus identidades se han convertido en herramientas para el consumo masivo? Creo que la respuesta está en reclamar sus narrativas. En contar sus historias en sus propios términos, fuera de los márgenes de las grandes corporaciones.

No necesitan que una marca de ropa les diga que todos importan. No necesitan un comercial de refrescos que intente unirlos. Lo que necesitan es espacio para construir sus propias plataformas, para celebrar sus diferencias de manera genuina, sin filtros ni agendas ocultas.

También necesitan ser críticos. No basta con emocionarse porque una marca incluye a una persona trans en su anuncio; debemos preguntarnos: ¿qué están haciendo realmente por esa comunidad? ¿Están contratando a personas trans en sus oficinas? ¿Están donando a organizaciones que luchan por sus derechos? Porque la inclusión vacía no es inclusión; es un espejismo.

A medida que el mundo se vuelve más diverso, las marcas seguirán intentando capitalizar nuestra pluralidad. No podemos evitarlo, pero podemos enfrentarlo. Podemos ser conscientes, cuestionar, exigir más. Podemos rechazar el fetichismo de la diversidad y trabajar por una inclusión auténtica, una que no necesite campañas de marketing ni hashtags para existir.

Cuando pienso en ese cartel que vi en el SoHo, ya no siento solo cinismo. Siento rabia, sí, pero también determinación. Porque sé que la diversidad no es un producto; es nuestra realidad. Y no dejaremos que nadie la convierta en un simple escaparate.

La rabia es un motor poderoso. Es lo que me lleva a cuestionar todo, a observar con detenimiento cada gesto, cada campaña, cada intento de “inclusión” que aparece en los espacios donde habito. Porque la verdad es que estoy cansado de ver cómo los transforman en un comodín para mejorar la imagen de empresas que, en muchos casos, siguen explotando a las mismas comunidades que dicen defender.

Construir desde la resistencia

He aprendido que la resistencia no siempre es grandiosa o ruidosa. A veces, es silenciosa, íntima, casi imperceptible. Está en cada decisión que tomamos: en dónde gastamos nuestro dinero, qué historias consumimos, a quiénes elegimos apoyar. Porque si algo he entendido es que nuestro poder no radica en nuestra capacidad de encajar en un sistema corrupto, sino en nuestra habilidad para construir algo completamente nuevo.

Las plataformas independientes, los pequeños negocios liderados por personas de comunidades marginadas, los artistas que cuentan historias sin filtros… Ahí es donde reside el verdadero cambio. Y no es fácil, porque el sistema está diseñado para que siempre dependamos de las grandes marcas. Pero cada vez que elegimos una alternativa, por pequeña que sea, estamos minando su poder.

También creo en el poder de exigir cuentas. Si una marca quiere vender diversidad, que lo demuestre con acciones concretas. Que sus ejecutivos sean tan diversos como los rostros de sus campañas. Que sus prácticas empresariales reflejen los valores que dicen defender. Y si no lo hacen, que sientan el peso de nuestra crítica. Porque nuestras voces, unidas, tienen más poder del que imaginamos.


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La batalla de las historias

El fetichismo de la diversidad no solo es una herramienta de marketing; también es una batalla por el control de la narrativa. Las grandes corporaciones quieren ser quienes cuenten las historias, pero debemos recordar que esas historias son nuestras. No necesitamos intermediarios para validarlas ni comercializarlas.

Recuerdo una conversación que tuve con un amigo escritor. Me decía que sentía una enorme presión por escribir personajes queer que fueran “vendibles”. “Tienen que ser perfectos”, me dijo, “porque si no, nadie los quiere”. Esa frase se me quedó grabada. ¿Por qué las historias tienen que ser perfectas? ¿Por qué se tiene que cumplir con las expectativas de un público que apenas está aprendiendo a tolerar?

La verdad es que no se necesita ser perfectos. Ni ser agradables. Podemos ser complicados, contradictorios, imperfectos, y aún así merecer que nuestras voces sean escuchadas. La verdadera inclusión no significa encajar en un molde; significa romperlo.

El horizonte: inclusión sin etiquetas

Sueño con un mundo en el que la diversidad ya no sea un eslogan. Un mundo donde las historias de las comunidades marginadas no sean tratadas como “temas de moda”, sino como parte integral de la experiencia humana. Un mundo donde no tengamos que justificar nuestra existencia ni adaptarnos a las demandas de un sistema que solo busca explotarnos.

Pero hasta que ese mundo llegue, tenemos trabajo por hacer. Necesitamos construir espacios seguros, auténticos y propios. Necesitamos apoyarnos entre nosotros y aprender a desconfiar de quienes quieren vendernos como productos. Porque al final del día, la diversidad no es una estrategia de marketing; es nuestra realidad, nuestra fuerza, nuestra esencia.

Y esa esencia no tiene precio.

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