Amores Inconclusos: Fantasías que Aún Hacen Sonreír

En una ciudad como esta, llena de ruido, luces y rostros desconocidos, la vida es una colección de momentos incompletos. Cada esquina parece un escenario listo para que algo suceda, pero muchas veces, las historias quedan suspendidas antes de empezar. Quizá es el ritmo frenético, la eterna prisa o simplemente el miedo a tomar un riesgo. No importa la razón: esos encuentros que nunca se concretaron tienen una forma curiosa de quedarse con nosotros.

Yo tengo una lista secreta. No la escribí ni la guardé en mi teléfono; vive en mi cabeza, creciendo con cada nuevo “¿y si?” que aparece en mi vida. Es una lista de amores que nunca se consumaron, pequeños fragmentos de historias que, por razones que a veces ni yo misma entiendo, se quedaron a mitad de camino. Y aunque nunca llegaron a ser reales, son perfectos en su incompletitud.

Porque, seamos honestos: la realidad tiene una forma cruel de desgastar lo que tocamos. Pero en mi mente, esos “casi” son eternos, libres de defectos y desilusiones. En ellos, todo es posible, todo es ideal. Y mientras el ruido de la ciudad sigue su curso, a veces cierro los ojos y sonrío al recordar esas historias que nunca fueron.

El hombre del tren: un cruce de miradas que nunca llegó a más

Era una de esas mañanas típicas de invierno en Nueva York. Fría, gris y apurada. Había dormido poco, iba tarde al trabajo y el café en mi mano no era suficiente para salvarme de mi mal humor. Subí al vagón del metro, abarrotado como siempre, y traté de concentrarme en la música de mis auriculares. Pero entonces lo vi.

No era un hombre particularmente guapo, al menos no de la manera convencional. Pero había algo en él que me hizo detenerme. Tenía un aire despreocupado, una calma que desentonaba con el caos del tren. Llevaba un abrigo gris que parecía demasiado elegante para un lunes cualquiera, y sostenía un libro entre sus manos con una atención que me resultó fascinante.

Nuestros ojos se cruzaron por un instante, un segundo fugaz que, para mí, se sintió eterno. Y en ese momento, mi imaginación hizo lo suyo: ya lo había convertido en un escritor bohemio, alguien que pasaba sus días en cafés escondidos y sus noches escribiendo historias melancólicas. En mi mente, ya habíamos discutido sobre literatura y compartido una botella de vino. Él no era solo un extraño en el tren; era la promesa de algo más.

Pero no hice nada. Porque, ¿qué iba a decirle? ¿Que me parecía interesante? ¿Que quería saber qué libro estaba leyendo? El miedo a parecer una loca fue más fuerte que las ganas de romper el silencio. Y cuando el tren llegó a la siguiente estación, él se levantó, salió del vagón y desapareció entre la multitud.

Esa noche, mientras la lluvia golpeaba mi ventana, me permití soñar. Recreé el momento una y otra vez, añadiendo detalles que nunca existieron. En mi mente, él era perfecto. Y tal vez por eso nunca le hablé. Porque, en la vida real, nadie es perfecto, y romper esa burbuja de fantasía habría arruinado todo.

Si alguna vez has sentido esa chispa con un extraño, sabrás lo difícil que es dejarla ir.

Un amor digital que nunca cruzó la pantalla

En la era de las aplicaciones de citas, los amores incompletos también habitan en el mundo digital. Y aunque puedan parecer menos reales, lo cierto es que las conexiones virtuales pueden ser igual de profundas que las físicas.

Hace un año, descargué Tinder por enésima vez, convencida de que esta vez lo usaría “en serio”. Entre los típicos perfiles llenos de fotos en el gimnasio y frases cliché, apareció Alex. No tenía la foto más impresionante ni una biografía particularmente elaborada, pero había algo en su forma de escribir que me atrapó.

Nuestra primera conversación fue casual, casi aburrida. Pero, con el tiempo, empezamos a hablar de cosas que realmente importaban: nuestros sueños, nuestros miedos, las canciones que nos hacían llorar. Había algo en él que me hacía sentir entendida, como si pudiera ver más allá de las palabras en la pantalla. Y, aunque nunca nos vimos en persona, me encontraba esperando sus mensajes cada noche.

Pasaron semanas, tal vez meses, y nuestra conexión se volvió parte de mi rutina. Pero, por alguna razón, nunca llegamos a concretar una cita. Siempre había una excusa, un “tal vez la próxima semana” que nunca se cumplía. Y, aunque al principio me frustraba, eventualmente me di cuenta de que estaba bien así. Porque, en el fondo, sabía que lo que teníamos en el mundo digital era perfecto, y llevarlo al mundo real habría arruinado todo.

A veces, pienso en Alex. No lo extraño a él, porque nunca lo conocí realmente. Pero extraño la ilusión de lo que podría haber sido. Esas conversaciones nocturnas, llenas de risas y complicidad, se sienten como un recuerdo borroso de algo que nunca existió.

Si alguna vez te has encontrado atrapado en un amor virtual, sabrás lo complicado que puede ser.

El amigo que casi cruzó la línea

«Daniel» siempre ha sido un pilar en mi vida. Lo conocí en la universidad, y desde entonces, hemos sido inseparables. Es el tipo de amigo que siempre está ahí, el que sabe cómo hacerte reír cuando todo lo demás falla. Pero, desde el principio, hubo algo más entre nosotros, una tensión que ambos fingíamos no notar.

Hubo una noche, hace unos años, en la que todo cambió. Estábamos en su apartamento, después de una fiesta, viendo una película que ninguno de los dos estaba prestando atención. En algún momento, nuestras manos se rozaron, y sentí cómo el aire se volvía más pesado.

Podría haber sucedido. Podríamos haber cruzado esa línea y dejar que esa tensión se transformara en algo más. Pero no lo hicimos. Porque, en el fondo, sabíamos que el riesgo era demasiado alto. ¿Qué pasa si lo intentamos y no funciona? ¿Qué pasa si arruinamos la amistad que tanto nos ha costado construir?

A veces, me pregunto qué habría pasado si nos hubiéramos atrevido. Tal vez habríamos tenido una relación increíble, llena de risas y complicidad. O tal vez todo habría terminado en desastre, dejándonos con nada más que los escombros de una amistad que antes parecía inquebrantable.

La belleza de los amores incompletos

Hay algo innegablemente cautivador en los amores que no se consumaron. Son como esos libros que dejas a la mitad no porque sean malos, sino porque no quieres enfrentarte al final. Se quedan contigo, intactos, suspendidos en el tiempo, perfectos en su incompletitud.

Tal vez es porque nunca tuvieron que enfrentarse a la realidad. No hubo discusiones sobre quién lava los platos, ni desencantos con malos hábitos que salen a la luz con el tiempo. Son ideales porque nunca dejaron de ser una idea.

La fantasía tiene más poder que la realidad. En mi mente, cada uno de ellos es perfecto. Cada uno representa una versión de lo que podría haber sido una gran historia, pero que nunca tuvo la oportunidad de fracasar.

Y no estoy sola en esto. Según estudios psicológicos, idealizar el pasado o las posibilidades no concretadas es una forma de lidiar con nuestras frustraciones presentes. En lugar de enfrentar las imperfecciones de nuestras relaciones actuales, nos refugiamos en esas narrativas que construimos en nuestra cabeza.


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Fantasías que nos salvan del vacío

Es curioso cómo las historias que nunca sucedieron pueden ofrecernos consuelo. En esos momentos en los que la vida se siente monótona, pienso en el hombre del tren, en el café con Alex que nunca ocurrió, en la posibilidad de algo más con Daniel. No es tristeza lo que siento; es una especie de calidez, como si esos fragmentos incompletos fueran pequeñas luces que me acompañan.

No se trata de vivir en el pasado o en lo que nunca sucedió, sino de entender que esas historias, aunque incompletas, tienen un propósito. Nos dan algo que la realidad, con todas sus complicaciones, no siempre puede ofrecer: esperanza, ilusión y la sensación de que algo mejor siempre está por venir.

¿Y si las cosas hubieran sido diferentes?

Es inevitable preguntarse: ¿qué habría pasado si las cosas hubieran sido diferentes? Si hubiera hablado con el hombre del tren, si Alex y yo hubiéramos tenido nuestra cita, si Daniel y yo hubiéramos cruzado esa línea. Pero, al mismo tiempo, sé que esas historias no habrían sido lo que son ahora si se hubieran consumado.

Tal vez el hombre del tren era un tipo aburrido que no tenía nada que ver conmigo. Alex y yo no habríamos tenido química en persona. Daniel y yo habríamos arruinado una amistad que, hasta el día de hoy, es una de las cosas más importantes de mi vida.

A veces, las cosas no suceden por una razón. Y está bien dejar que esas historias permanezcan en el plano de la imaginación, donde pueden ser todo lo que queremos que sean, sin limitaciones ni compromisos.

El arte de aceptar lo que no fue

Aceptar que algo no se concretó no siempre es fácil. Vivimos en una cultura que glorifica el “hacer que las cosas pasen” y que desprecia lo incompleto. Pero, a veces, lo que no se materializa tiene tanto valor como lo que sí.

En mi caso, he aprendido a ver los amores que nunca se consumaron no como fracasos, sino como parte de mi historia. Son piezas de un rompecabezas que nunca terminé, pero que, de alguna manera, todavía me da sentido.

Estos “casi amores” me han enseñado más sobre mí misma que muchas de mis relaciones reales. Me han mostrado lo que busco, lo que deseo, lo que temo. Me han hecho reflexionar sobre la importancia de los momentos, sobre cómo una simple mirada puede cambiarlo todo o, al menos, dejarnos pensando en lo que podría haber sido.

Los amores incompletos no necesitan un final para ser significativos. En su imperfección, nos recuerdan que no todo en la vida tiene que llegar a una resolución para dejarnos una huella.

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