La mentira que nos contamos: “Yo controlo mi feed”
A veces me pregunto en qué momento mi vida dejó de ser un álbum privado y se convirtió en un catálogo de datos que alimenta un algoritmo hambriento. Me pasa sobre todo en las madrugadas, cuando el insomnio me arrastra a esa rutina autodestructiva de abrir Instagram “un segundo” y terminar una hora después viendo videos de desconocidos bailando en bodas de la India o tutoriales de cómo afilar cuchillos japoneses.
Y ahí es cuando la frase que juraba jamás pensar me golpea: Instagram sabe lo que quiero antes de que yo lo sepa.
Hace unos meses, antes de que el calor se apoderara de Nueva York y todos fingieran ser modelos de campaña, tuve una pelea absurda con mi madre. Nada nuevo. Ella me decía que me veía triste en mis fotos, que “esas ojeras” eran una señal de que algo no andaba bien. Yo, como buen hijo defensivo, le respondí con ironía:
—Mamá, es un filtro.
—No, hijo. Es tu vida.
Me dolió más de lo que admití. Y esa misma noche, mientras me servía un whisky barato y repasaba el día, me di cuenta de que Instagram llevaba semanas llenándome el feed de frases motivacionales sobre “dejar ir”, videos de gente mudándose sola a otro país y clips de canciones tristes con subtítulos en español. La coincidencia era demasiado perfecta para ser coincidencia.
El algoritmo me había hecho un perfil emocional. Me estaba leyendo el alma con más precisión que mi propia madre.
El algoritmo como terapeuta no solicitado
La mayoría de nosotros nos aferramos a la idea de que el algoritmo solo “aprende” de nuestros likes y búsquedas. Pero eso es como creer que un detective solo resuelve un caso con la información que tú le das directamente. Instagram no necesita que yo le diga que estoy cansado, que mi vida sentimental es un páramo, que mis ganas de salir se han diluido como café viejo.
Lo deduce. Lo huele.
Me mostró, por ejemplo, una serie de reels sobre cómo superar rupturas… dos días antes de que la ruptura ocurriera. Fue inquietante. No es que Instagram sea adivino, es que yo, sin darme cuenta, llevaba semanas interactuando con contenido de personas solas en cafeterías, memes sobre la decepción amorosa y playlists para “reinventarse”.
Ahí está el truco: no le confesamos al algoritmo lo que sentimos, se lo dejamos en migajas de comportamiento.
Y a diferencia de un terapeuta humano, Instagram no necesita horas de conversación, no cobra por sesión y no te mira con compasión. Te analiza, te etiqueta y te sirve contenido que confirma —y a veces exagera— lo que ya estás sintiendo.
Un estudio de The Atlantic expone cómo las plataformas sociales logran detectar estados de ánimo a través de patrones de consumo digital. No es magia, es estadística emocional: una ecuación invisible que traduce tu insomnio, tu ansiedad y tu libido en clips de 15 segundos.
La pornografía emocional de la vida ajena
No nos engañemos: Instagram no es solo un espejo, es un dealer emocional. Nos ofrece dosis controladas de lo que secretamente deseamos sentir… o evitar.
Si estás feliz, te da más felicidad empaquetada: fotos de playas, parejas perfectas, recetas que harás una vez y olvidarás.
Si estás roto, te da más dolor: videos de despedidas en aeropuertos, canciones que parecen escritas para ti, confesiones de extraños que no conoces pero con los que sientes una hermandad repentina.
Yo caí en ese ciclo sin darme cuenta. Empecé a seguir cuentas de gente que documentaba sus depresiones como si fueran series de Netflix. Me fascinaba ver cómo otros exponían sus heridas con una estética tan cuidada que convertía la tristeza en un producto vendible.
Era morboso. Era adictivo. Y era un espejo brutal.
Mi madre, en cambio, jamás me preguntaría qué playlist escuché antes de dormir o cuántos segundos me detuve a leer una frase sobre el duelo. Ella me ve, pero no me escanea. Instagram sí. Instagram registra cada pausa, cada repetición, cada reacción mínima.
Y cuando te das cuenta de eso, empiezas a notar que la plataforma no solo te “conoce”, sino que te moldea.
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Entre la vigilancia y la intimidad
Hay algo profundamente inquietante en saber que una máquina entiende mis patrones emocionales con más precisión que la mujer que me dio la vida. No porque mi madre no me conozca —claro que lo hace—, sino porque su conocimiento es humano, lento, imperfecto y cargado de subjetividad. El del algoritmo es quirúrgico. Es un mapa detallado de mis pulsiones, mis manías y mis huecos emocionales.
Algunos lo ven como una invasión. Yo, perversamente, lo he llegado a sentir como intimidad. Porque Instagram no me juzga. No me llama a gritos cuando cree que debería salir más de casa. No me sermonea sobre la importancia de “poner de mi parte”. Solo me lanza videos que alimentan mi estado actual, como un amigo que no opina, solo pasa la botella.
Pero esa “intimidad” es peligrosa. Porque no es gratuita. Se paga con datos. Y esos datos no son solo la foto de tu desayuno o el número de pasos que diste hoy: son tus vacíos, tus deseos, tus miedos.
En Nueva York, la ciudad donde todo se convierte en mercancía, esto no sorprende. Aquí puedes comprar compañía por horas, amigos falsos para eventos y hasta novias virtuales que envían mensajes programados. Pero que una red social gratuita tenga ese nivel de acceso a mi psique es otra liga.
Si quieres entender el alcance, te recomiendo leer el informe de Pew Research Center sobre cómo los algoritmos no solo predicen preferencias, sino que las refuerzan hasta convertirlas en realidades inevitables.
A veces me pregunto: ¿qué pasará cuando un algoritmo no solo sepa lo que sentimos, sino que empiece a sugerirnos qué deberíamos sentir? ¿Y si ya lo está haciendo?
Al final, no sé si Instagram me conoce mejor que mi madre, o si lo que pasa es que yo le cuento más cosas sin darme cuenta. Quizá mi madre me sigue mirando como el hijo que fui, mientras Instagram me ve como el hombre que soy… y como el que probablemente seré mañana. Y eso, en cierto modo, me aterra y me atrae por igual.
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