Es medianoche y estoy desplazándome por Instagram como un adicto en busca de su próxima dosis de dopamina. Entre fotos de brunchs orgánicos y reels de ejercicios en gimnasios con luces neón, aparece un post que me atrapa: una selfie en blanco y negro, ojos vidriosos, cara lavada, la frase “no puedo más” flotando en letras minimalistas.
Hago clic en la descripción. Un testimonio extenso, dramático, lleno de pausas calculadas: “Últimamente la ansiedad me consume. Es difícil ser yo en este mundo tan cruel. Necesito tiempo para sanar.” Al final, un emoji de corazón roto y una lista de hashtags: #AnxietyWarrior #SelfCare #MentalHealthMatters.
No sé si sentir empatía o escepticismo. ¿De verdad está sufriendo o esto es un performance? No es que dude del peso de la ansiedad, la depresión o el agotamiento mental. Lo que me inquieta es cómo el dolor se ha convertido en moneda social, en un producto curado y empaquetado para atraer “me gusta”, comentarios y un aluvión de mensajes de apoyo.
El victimismo chic es esto: la apropiación del sufrimiento con fines estéticos. Es llorar, pero con el ángulo correcto. Es estar devastado, pero con la luz perfecta. Es mostrarse frágil, pero sin desmoronarse del todo, porque hay que responder a los comentarios, hay que mantener el engagement.
La cultura del sufrimiento rentable
Vivimos en la era del contenido emocionalmente rentable. Las redes sociales han convertido los sentimientos en productos, y el sufrimiento, en una narrativa aspiracional.
No es difícil notar el patrón: la persona comparte una crisis emocional, recibe apoyo masivo, crece en seguidores y, semanas después, lanza un podcast sobre salud mental, firma un contrato con una marca de suplementos para la ansiedad o vende un curso de autoayuda.
Es el ciclo del victimismo chic. No se trata de sanar, sino de monetizar la herida.
Y no me malinterpreten, hablar de salud mental es crucial. Pero hay una diferencia entre compartir el dolor para conectar y explotarlo para ganar relevancia. ¿Cuántos de estos testimonios terminan con un código de descuento para terapia online o con un patrocinio de una app de meditación?
El mercado de la tristeza está en auge. Un estudio de Psychology Today reveló que la autenticidad emocional en redes genera mayores niveles de interacción que el contenido neutro o positivo. En otras palabras, es más rentable decir “estoy destrozado” que “hoy tuve un buen día”.
Y así, el sufrimiento se convierte en un accesorio más, como las sneakers de edición limitada o el matcha latte sin azúcar.
¿Dolor real o estrategia de marketing?
No es fácil trazar la línea entre lo legítimo y lo fabricado. ¿Cómo distinguir entre alguien que realmente está luchando con un problema emocional y alguien que usa la tristeza como herramienta de autopromoción?
A veces, me pregunto si todos hemos caído en esto de una forma u otra. Yo también he compartido textos melancólicos, fotos con miradas introspectivas, historias con canciones tristes de fondo. A veces por catarsis, otras por el simple deseo de ser visto, de recibir validación.
Porque el victimismo chic no solo es una tendencia de influencers; es un reflejo de nuestra sociedad. Nos hemos entrenado para comunicar el dolor de manera estéticamente atractiva, porque aprendimos que eso genera respuestas.
El problema es que, cuando el sufrimiento se convierte en estrategia, el mensaje se diluye. La conversación sobre salud mental pierde credibilidad. Se desvirtúa la experiencia de quienes realmente enfrentan problemas serios, porque el dolor se banaliza, se vuelve cool, un trend pasajero.
Lo hemos visto con la apropiación del lenguaje terapéutico. Ahora todos dicen “trauma” cuando se refieren a un mal día en el trabajo. Todos tienen “ansiedad” cuando en realidad están estresados por una entrega. Se usa “depresión” como sinónimo de tristeza momentánea. Y así, las palabras pierden peso, se desgastan, se convierten en términos de moda.
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La paradoja del like y el vacío existencial
Entonces, ¿qué hacemos con esto? ¿Dejamos de compartir nuestro dolor? ¿Nos volvemos herméticos? No necesariamente. El problema no es hablar de vulnerabilidad, sino hacerlo con una intención distorsionada.
Si el sufrimiento se convierte en una estrategia, si la tristeza solo es válida cuando genera likes, entonces estamos atrapados en una paradoja absurda: en lugar de sanar, estamos alimentando el mismo sistema que nos consume.
Me pregunto qué pasaría si la gente dejara de comentar, de reaccionar, de enviar mensajes de ánimo. ¿Seguiríamos compartiendo el dolor de la misma manera? O tal vez, solo tal vez, nos daríamos cuenta de que hay heridas que sanan mejor en privado.
Las redes nos han acostumbrado a que todo tiene que ser validado por otros, incluso nuestro dolor. Pero, ¿y si no lo fuera? ¿Y si aprender a sostener nuestro sufrimiento sin convertirlo en espectáculo fuera el acto más revolucionario de todos?
Estas palabras te deja con una pregunta incómoda: ¿cuánto de lo que compartimos en redes es genuino y cuánto es una construcción para encajar en la narrativa del momento? La respuesta, quizás, no sea tan sencilla.
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