Autenticidad en la Era Digital

¿Eres Tú Mismo o Solo Estás Actuando?”

La primera mentira: “Sé tú mismo”

Es una frase de mierda. Lo digo así, sin adornos. ¿Cuántas veces la has escuchado? ¿Cuántas veces te han vendido el espejismo de que ser auténtico es simplemente “ser tú mismo”? ¿Pero quién eres tú cuando todo, desde lo que vistes hasta la manera en que mueves las manos en una videollamada, está condicionado por las expectativas de otros? La primera vez que me enfrenté a esa mentira tenía 15 años, en una clase de literatura, donde el profesor nos pidió escribir un ensayo que reflejara quiénes éramos. Escribí algo cursi, sobre cómo me sentía atrapado entre lo que quería hacer y lo que la gente esperaba de mí. Cuando lo leí frente a la clase, todos aplaudieron. No porque les gustara, sino porque era lo que se esperaba de mí: un chico introspectivo que hablaba con la dosis justa de vulnerabilidad para parecer profundo, pero sin incomodar.

Me di cuenta ese día de algo que nunca me ha abandonado: incluso cuando crees ser genuino, estás desempeñando un papel. Porque la autenticidad, esa joya esquiva, es un constructo. Y en la era digital, esa construcción ha alcanzado niveles grotescos.

El “sé tú mismo” se traduce en mil formas de actuar: desde las fotos cuidadosamente descuidadas en Instagram hasta los estados de WhatsApp que pretenden ser reflexivos pero no demasiado intensos, para no asustar a nadie. La autenticidad dejó de ser una búsqueda interna; ahora es una coreografía destinada a apaciguar al algoritmo y al juicio constante del ojo público.

¿Auténtico o algoritmo? El espejismo de la espontaneidad

Si quiero entender por qué vivimos presos de la performatividad, basta con mirar mi propia vida. No puedo contar las veces que he borrado un tuit porque no tuvo suficientes likes o las veces que he reescrito un mensaje para sonar más ingenioso. Incluso ahora, mientras escribo estas palabras, soy consciente de cada giro narrativo, de cada pausa que podría resonar más en el lector. ¿Es esto auténtico? ¿O estoy jugando el mismo juego que estoy criticando?

La verdad es que la era de las redes sociales ha hecho que todos nos convirtamos en marcas. No importa si tienes dos seguidores o dos millones, cada publicación, cada selfie, cada comentario es un producto que vendemos. Y aquí está la ironía: incluso las cosas que hacemos para desconectarnos son performativas. Cuando alguien dice que va a un retiro de meditación y lo publica en Instagram con un pie de foto que dice “Desconectándome para reconectar”… ¿es eso autenticidad o marketing espiritual?

Piénsalo. El hecho de que existan términos como “contenido espontáneo” o “natural branding” en el mundo del marketing lo dice todo. En esta era, incluso lo más íntimo está diseñado para ser consumido. Un ejemplo perfecto son las parejas que publican fotos de sus momentos más románticos con hashtags como #CoupleGoals. Claro, tú y tu pareja están muy enamorados, pero ¿de verdad necesitabas que 500 personas lo validaran con corazoncitos rojos? Es como si la experiencia no fuera real a menos que tenga un registro público.

Hace unos meses, un amigo me confesó que organizó su propuesta de matrimonio pensando en cómo se vería en Instagram. El anillo, la locación, incluso el momento en que ella diría que sí, todo fue planeado para maximizar el impacto digital. ¿El amor fue real? Sí. ¿La intención? Quizá también. Pero la ejecución… era puro teatro. Todo diseñado para el aplauso virtual.

El costo de ser real en un mundo de mentiras

El problema con la performatividad no es solo que nos aliena de nuestra propia autenticidad, sino que exige un costo emocional que pocos reconocen. La presión por ser auténtico —o lo que sea que eso signifique hoy— nos desangra lentamente. Porque ¿cómo puedes ser tú mismo cuando cada decisión está teñida por la ansiedad de cómo será percibida?

Recuerdo una noche en la que me sentía destrozado. Había tenido una discusión terrible con alguien que amo y, por primera vez en años, lloré hasta quedarme sin aire. Mi primer instinto, ¿adivina cuál fue? Publicar algo. Algo críptico, pero lo suficientemente profundo como para que la gente preguntara qué me pasaba. “La tristeza es un idioma que nadie entiende hasta que lo habla”, escribí en mis notas del móvil, pero nunca lo subí. ¿Por qué? Porque sabía que no buscaba expresar mi dolor; buscaba validarlo. Quería que alguien me dijera que estaba bien sentirme así, que mi tristeza importaba.

Es agotador. La necesidad constante de ser visto nos ha robado la capacidad de procesar nuestras emociones en privado. Y esto no es exclusivo de las redes sociales. Está en todos lados: en el trabajo, en las relaciones, incluso en cómo nos hablamos a nosotros mismos. Nos hemos convertido en actores de un teatro perpetuo, siempre buscando la reacción correcta, el aplauso más fuerte, la conexión más inmediata.


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¿Es posible escapar del espectáculo?

Entonces, ¿hay escapatoria? ¿Podemos ser auténticos en un mundo que recompensa la falsedad? Mi respuesta corta es: no lo sé. Pero también creo que parte de la solución está en aceptar la contradicción. Tal vez ser auténtico no significa renunciar por completo a la performatividad, sino aprender a ser consciente de ella.

Hace poco leí un artículo sobre el concepto de la autenticidad performativa, que básicamente dice que incluso cuando actuamos, hay momentos de verdad. Un ejemplo: ¿alguna vez has fingido reírte de un chiste y, en el proceso, te has dado cuenta de que realmente te hizo gracia? Esa risa fingida que se convirtió en genuina es un reflejo perfecto de lo que quiero decir. Aunque nuestras vidas estén impregnadas de artificios, todavía podemos encontrar pequeños destellos de honestidad en medio del caos.

Para mí, esos momentos ocurren cuando dejo de pensar en cómo ser percibido y simplemente existo. No pasa a menudo, pero cuando sucede, es como si el ruido de fondo se apagara por un segundo. Puede ser mientras camino por la ciudad sin destino, o cuando escucho a alguien contarme una historia que no tiene ninguna pretensión. Esos instantes me recuerdan que la autenticidad no es un estado permanente; es una serie de fragmentos que aparecen cuando dejamos de intentar capturarlos.

También me ayuda recordar que la autenticidad no tiene que ser bonita. No tiene que ser inspiradora ni comercializable. Puede ser incómoda, fea, incluso contradictoria. Tal vez la clave para sobrevivir en esta era de la performatividad no sea escapar de ella, sino aprender a habitarla sin perderse en el proceso.

Si has llegado hasta aquí, probablemente estés esperando una respuesta clara, una especie de epifanía que te diga qué hacer con todo esto. Pero, sinceramente, no la tengo. Solo tengo preguntas. ¿Quién eres realmente cuando nadie está mirando? ¿Cuánto de lo que muestras al mundo es una versión editada de ti mismo? ¿Y qué pasaría si, solo por un día, dejaras de preocuparte por las respuestas?

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