la estafa del empoderamiento capitalista
La oficina abierta, el mantra de la productividad y la trampa del éxito
Me miro al espejo en el baño del coworking. Un espacio minimalista y clínico, diseñado para que cada rincón sea “Instagrammable”. En la taza de café que llevo en la mano se lee: Hustle harder. Una frase que parece inocente pero que, al repetirse hasta el cansancio, se convierte en un dogma insidioso. Estoy aquí, con mi portátil y mi mejor atuendo de power suit, pero no puedo dejar de preguntarme: ¿Por qué me siento tan vacía?
Hace cinco años, era una recién egresada con hambre de éxito. Me deslumbraba la imagen de mujeres poderosas que desafiaban el techo de cristal con tacones de aguja, un iPhone en una mano y una agenda atestada de reuniones en la otra. Eran las girlbosses, la nueva élite femenina que prometía que podíamos tenerlo todo: éxito, independencia y, por supuesto, un guardarropa impecable.
Pero lo que nadie me dijo es que este modelo de empoderamiento era una trampa cuidadosamente diseñada. Bajo la bandera del feminismo, el capitalismo me vendió una idea tóxica: trabajar hasta el agotamiento no solo era aceptable, sino admirable.
Hoy, mientras retoco mi maquillaje en este baño pulido, intento no pensar en las horas de sueño perdidas ni en el extraño peso que siento en el pecho. La ansiedad tiene un sonido; el ping incesante de las notificaciones que nunca se detienen. La oficina abierta, con sus paredes de cristal y plantas estratégicamente colocadas, se siente como una jaula dorada.
«Según la OMS, el síndrome de burnout afecta más a las mujeres en roles de alta demanda laboral, exacerbado por la doble carga del trabajo y las responsabilidades domésticas.»
El culto al éxito y la falacia del feminismo mainstream
Mi calendario está lleno, pero mi alma está vacía. Hace unos años, creí que el movimiento girlboss era la respuesta. Me compré todos los libros de autoayuda que prometían enseñarme a ser una mujer imparable: frases inspiradoras, tácticas para negociar como un hombre, rutinas para despertarme a las 5 de la mañana y hacer yoga antes de responder correos. Hice todo al pie de la letra. Pero lo que nadie me dijo es que la meta siempre se movería un poco más lejos.
El feminismo mainstream que me vendieron no hablaba de sororidad ni de cuestionar sistemas opresivos. Hablaba de productividad. Me enseñó que debía ser tan buena como los hombres en el trabajo, pero nunca me explicó por qué estábamos midiendo nuestra valía en función de cuánto producimos. Es el feminismo que se siente cómodo para las empresas porque no desafía al sistema, solo nos pide que trabajemos más duro dentro de él.
Comencé a darme cuenta de esta falacia cuando, tras meses de esforzarme al máximo en mi startup, me di cuenta de que no era suficiente. El éxito, como el horizonte, siempre estaba fuera de mi alcance. Y las mujeres que admiraba, las que se paraban en el escenario con sus micrófonos de diadema y sus presentaciones de PowerPoint llenas de gráficos de crecimiento exponencial, parecían agotadas también. Pero, claro, nadie lo decía en voz alta.
Burnout: la factura impagable del capitalismo disfrazado de empoderamiento
El colapso llegó un martes cualquiera. Una reunión más, un café más, un correo más que me hacía sentir inútil porque el cliente estaba descontento. Terminé llorando en el baño, con la puerta cerrada, mientras el mundo seguía girando afuera. Había cumplido todos los requisitos para ser una girlboss: trabajaba 12 horas al día, lideraba un equipo y ganaba más que la mayoría de mis amigos varones. Pero todo se sentía como una estafa.
«El síndrome de burnout ha aumentado drásticamente en los últimos años, especialmente entre las mujeres jóvenes que enfrentan presiones laborales y sociales simultáneamente.»
Ahí, en el suelo frío de ese baño, entendí que mi problema no era que no estaba trabajando lo suficiente o que no era lo suficientemente competente. El problema era que estaba jugando un juego que estaba diseñado para agotarme. El capitalismo nos había absorbido incluso nuestras luchas más genuinas, como el feminismo, para convertirlas en herramientas de explotación.
La estética girlboss nunca trató de liberarnos. Se trataba de hacernos creer que nuestra opresión era elección propia, que si no estábamos alcanzando nuestras metas era porque no lo deseábamos lo suficiente. Pero nadie te dice que, en un sistema injusto, el esfuerzo individual rara vez basta para cambiarlo.
Reescribiendo la narrativa: trabajo, placer y resistencia
Hoy, ya no me considero una girlboss. Dejé ese trabajo, vendí mi agenda llena de frases motivadoras en un mercado de segunda mano y eliminé la aplicación de productividad que me gritaba que estaba atrasada en mis metas. Pero no fue un proceso sencillo. La culpa me acompañó durante meses. ¿Quién era yo sin mi identidad profesional? ¿Qué significaba ser feminista si no estaba constantemente demostrando mi valía?
Comencé a reconstruirme desde los escombros. Redescubrí el placer de los días lentos, de trabajar en cosas que me apasionan, aunque no siempre sean rentables. Aprendí que decir “no” no es un acto de flojera, sino de resistencia. Me conecté con mujeres que, como yo, estaban cansadas de vivir al ritmo frenético del sistema y buscaban formas de recuperar su tiempo y su energía.
«El tiempo libre y el cuidado propio no son lujos, sino actos radicales en una sociedad que glorifica la productividad.»
No quiero romantizar el proceso. La presión de encajar en los moldes sigue presente. Pero cada vez que me detengo a mirar mi vida ahora, sin los adornos ni la parafernalia del éxito, me doy cuenta de que esta libertad, aunque frágil, es mucho más valiosa que cualquier título o salario. El verdadero empoderamiento no está en cuántas horas trabajas o en cuántos proyectos lideras. Está en decidir qué merece tu tiempo y tu energía.
La próxima vez que veas un anuncio que te prometa que puedes tenerlo todo, piensa en lo que realmente significa ese “todo”. ¿Es libertad o una nueva forma de esclavitud maquillada con hashtags?
Quiero pensar que estoy en un punto donde ya no necesito validar mi existencia a través de métricas externas. Pero, siendo honesta, hay días en los que todavía me asomo a LinkedIn y siento el fantasma del síndrome del impostor. Veo a esas mismas mujeres que solía admirar publicando sobre sus logros más recientes, y por un momento me pregunto si no debería volver al ruedo, recuperar esa adrenalina del hustle. Es una tentación adictiva, como una droga que promete euforia a corto plazo y vacío a largo plazo.
Sin embargo, algo en mí ha cambiado. He aprendido a cuestionar las historias que nos cuentan. Porque eso es todo lo que son: historias. El relato de la girlboss es un mito moderno, un sueño diseñado para perpetuar un sistema que nos quiere cansadas, ocupadas y demasiado preocupadas como para rebelarnos. La verdadera revolución, me doy cuenta, no está en el poder individual sino en la resistencia colectiva.
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El costo invisible del “tenerlo todo”
Una de las mayores revelaciones que tuve fue cuando empecé a hablar con otras mujeres sobre lo que sentían detrás de esa fachada de éxito. Mi mejor amiga, que dirige su propia empresa de tecnología, confesó que llora en silencio cuando nadie la ve porque siente que no es suficiente ni en el trabajo ni en su vida personal. Una ex compañera de trabajo, que siempre parecía tener todo bajo control, admitió que sufre ataques de pánico regularmente. Incluso mi madre, quien nunca abrazó la estética de la girlboss, me reveló un día que sentía que había fracasado porque no alcanzó los estándares que la sociedad le impuso.
Esto me hizo reflexionar: ¿cuántas de nosotras vivimos atrapadas en expectativas imposibles? El capitalismo nos vendió la idea de que la libertad era tener opciones, pero en realidad, lo que nos dio fueron múltiples cadenas para elegir. Podemos ser madres perfectas, profesionales exitosas, emprendedoras visionarias, pero rara vez se nos permite simplemente ser.
Al hablar de esto con más mujeres, también me di cuenta de lo profundamente solitarias que nos sentimos muchas veces. La cultura del hustle nos aísla, nos hace competir unas contra otras por una franja limitada de reconocimiento y éxito. Pero, ¿y si dejamos de competir? ¿Y si empezamos a construir juntas algo diferente, algo que no dependa de la lógica del mercado ni de los estándares patriarcales?
Un futuro más allá del burnout
No tengo todas las respuestas, pero sé que no quiero volver atrás. Mi lucha ahora no es por “tenerlo todo”, sino por deshacerme de lo que no necesito. Quiero tiempo para leer un libro, para caminar por la ciudad sin un destino definido, para sentarme con una amiga y hablar durante horas sin mirar el reloj. Quiero crear espacios donde el trabajo no sea el centro de nuestras vidas, donde podamos ser vulnerables sin miedo al juicio, donde el éxito no sea una palabra que nos atormente.
La verdadera pregunta que me hago ahora no es si estoy haciendo suficiente, sino si estoy viviendo de manera auténtica. Porque al final del día, el único estándar que debería importarnos es el nuestro, uno que no se mida en horas trabajadas ni en seguidores acumulados. Es un estándar basado en lo que nos hace felices, en lo que nos da paz, en lo que nos conecta con quienes realmente somos.
El movimiento girlboss nos enseñó a soñar, pero lo hizo bajo las reglas de un sistema que nunca fue diseñado para nosotras. Ahora es el momento de reescribir esas reglas. Es hora de aprender que el descanso no es un fracaso, que la ambición no tiene que ser una carga y que el empoderamiento verdadero comienza cuando nos permitimos ser humanas, no máquinas de productividad.
En algún lugar, entre el caos de las agendas llenas y el silencio de las noches sin sueño, encontré una verdad sencilla: la libertad no está en acumular más. Está en soltar lo que nunca debimos cargar. Y esa, creo, es la revolución más radical de todas.
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